
Aún recuerdo con extraordinaria viveza la primera vez que entré en una sala de cine. Debía tener cinco o séis años. En aquel entonces había muchas reposiciones en los cines, muchos más por cierto que ahora, pues no existían los multicines, ya no hablo tan siquiera de los multicines integrados en los grandes centros comerciales. No existía el sonido THX, ni sonido envolvente ni nada del estilo, tampoco existía el DVD, y tampoco el VHS. Aunque en lo que a sonido se refiere la cosa no ha cambiado demasiado, ya que en muchas salas de cine en la actualidad el sonido es más bien mediocre.
Mis padres, sobre todo mi padre, han sido casi siempre aficionados a ver películas. Mi padre desde niño era ya un asiduo a las películas proyectadas en el pequeño cine del pueblo, y supongo que también soñaba con cabalgar por el salvaje oeste junto a “Yon Baine” (John Wayne), o tener la sofisticación y temeridad del agente 007 “Yeims Bond” (James Bond).
La primera vez, que entré en una sala de cine, que recuerde, yo y mis padres vimos Ben-Hur, de William Wyler, con Charlton Heston como protagonista absoluto. No era la primera vez que mis padres veían en la pantalla grande la trágica historia de Judá Ben-Hur, como he dicho antes, había muchas reposiciones en los cines en los años setenta y comienzos de los ochenta. La sala estaba a oscuras, la puntualidad no era precisamente una característica de mis padres, nos sentamos en un lateral, iluminado parcialmente por la para mí entonces gigantesca pantalla que colgaba frente a los espectadores. Fue realmente mágico, nos acomodamos y segundos después pasé de estar sentado en una butaca de cine a estar sumergido en una realidad totalmente distinta a la mía propia, durante las casi cuatro horas de proyección.
Es muy difícil con la edad poder volver a experimentar tal grado de evasión, nunca podemos ya abandonar del todo la penosa carga de la mochila de preocupaciones con que cargamos día a día. El poder de fascinación es hoy día difícil de describir para mí; una fascinación adictiva para quien experimentó eso siendo niño.
Soy aún capaz de visualizar el momento en el cual la voz en off del narrador, cuyo doblaje en español correspondió a Ramón Martori, y que tan grabada está en mis recuerdos, daba paso a la historia de Judá. Las imágenes se proyectaban a lo largo y ancho del escenario, aquello era algo muy grande, vasto e indescriptible, que consiguió que yo pudiera seguir con sumo interés los terribles avatares del judío que era injustamente condenado a galeras por alguien a quien él había considerado amigo suyo. Viendo la película experimenté, diría yo por vez primera, la rabia e impotencia del protagonista ante tantas y tan injustas calamidades, antojándoseme casi impensables en la vida real. Algo demasiado dramático para ser cierto. Despertaba en mí emociones púberes y abrumadoramente ingenuas. Gocé viendo la carrera de cuádrigas, aquello era en verdad impactante, tanto que acabé con dolor de cabeza al salir de la sala de cine. Disfruté con la venganza de Judá, y creí comprender el poder liberador de la paz cuando el protagonista milagrosamente dejaba por fin de odiar a su enemiga Roma. Los hay que todavía creen entenderlo me parece a mí, pero aquello era algo más grande de lo que ya me parecía entonces, difícil de comprender más allá de la ficción hollywoodiense.
El cine en aquellos días todavía era capaz de secuestrarme emocionalmente durante la proyección, absoluta e irremediablemente. Pocas veces he vuelto a experimentar algo semejante después de aquella primera vez. Sentí algo parecido cuando con ocho añitos ví En busca del Arca perdida de Steven Spielberg, que me marcaría definitivamente, para bien o para mal. Y más adelante ya, con La Comunidad del Anillo de Peter Jackson. Gracias a Dios todavía no he perdido del todo la capacidad de fascinación, cruzo los dedos.
Mis padres, sobre todo mi padre, han sido casi siempre aficionados a ver películas. Mi padre desde niño era ya un asiduo a las películas proyectadas en el pequeño cine del pueblo, y supongo que también soñaba con cabalgar por el salvaje oeste junto a “Yon Baine” (John Wayne), o tener la sofisticación y temeridad del agente 007 “Yeims Bond” (James Bond).
La primera vez, que entré en una sala de cine, que recuerde, yo y mis padres vimos Ben-Hur, de William Wyler, con Charlton Heston como protagonista absoluto. No era la primera vez que mis padres veían en la pantalla grande la trágica historia de Judá Ben-Hur, como he dicho antes, había muchas reposiciones en los cines en los años setenta y comienzos de los ochenta. La sala estaba a oscuras, la puntualidad no era precisamente una característica de mis padres, nos sentamos en un lateral, iluminado parcialmente por la para mí entonces gigantesca pantalla que colgaba frente a los espectadores. Fue realmente mágico, nos acomodamos y segundos después pasé de estar sentado en una butaca de cine a estar sumergido en una realidad totalmente distinta a la mía propia, durante las casi cuatro horas de proyección.
Es muy difícil con la edad poder volver a experimentar tal grado de evasión, nunca podemos ya abandonar del todo la penosa carga de la mochila de preocupaciones con que cargamos día a día. El poder de fascinación es hoy día difícil de describir para mí; una fascinación adictiva para quien experimentó eso siendo niño.
Soy aún capaz de visualizar el momento en el cual la voz en off del narrador, cuyo doblaje en español correspondió a Ramón Martori, y que tan grabada está en mis recuerdos, daba paso a la historia de Judá. Las imágenes se proyectaban a lo largo y ancho del escenario, aquello era algo muy grande, vasto e indescriptible, que consiguió que yo pudiera seguir con sumo interés los terribles avatares del judío que era injustamente condenado a galeras por alguien a quien él había considerado amigo suyo. Viendo la película experimenté, diría yo por vez primera, la rabia e impotencia del protagonista ante tantas y tan injustas calamidades, antojándoseme casi impensables en la vida real. Algo demasiado dramático para ser cierto. Despertaba en mí emociones púberes y abrumadoramente ingenuas. Gocé viendo la carrera de cuádrigas, aquello era en verdad impactante, tanto que acabé con dolor de cabeza al salir de la sala de cine. Disfruté con la venganza de Judá, y creí comprender el poder liberador de la paz cuando el protagonista milagrosamente dejaba por fin de odiar a su enemiga Roma. Los hay que todavía creen entenderlo me parece a mí, pero aquello era algo más grande de lo que ya me parecía entonces, difícil de comprender más allá de la ficción hollywoodiense.
El cine en aquellos días todavía era capaz de secuestrarme emocionalmente durante la proyección, absoluta e irremediablemente. Pocas veces he vuelto a experimentar algo semejante después de aquella primera vez. Sentí algo parecido cuando con ocho añitos ví En busca del Arca perdida de Steven Spielberg, que me marcaría definitivamente, para bien o para mal. Y más adelante ya, con La Comunidad del Anillo de Peter Jackson. Gracias a Dios todavía no he perdido del todo la capacidad de fascinación, cruzo los dedos.


